-Las abuelas siempre dicen que si se quiebra un clavel, plantas el tallo sin flor y otra flor vuelve a crecer- pensó Anabella con el corazón encogido- ¿Cuántas veces más me van a romper? ¿Cuántas veces más voy a tener que renacer?
Las iglesias en Tierra María, el pueblito en donde vivía ella, eran todas góticas, puntiagudas como estalactitas vistas al revés, daban miedo. Dios podía pincharse en esos crueles filos. Si parecían colmillos despiadados dispuestos a desgarrar. Pero era la moda en esos tiempos, cuando fueron creadas a partir de septiembre de 1883, que cuando más alto más cerca de Dios.
La luz es difusa en las iglesias, solo los ventanales posteriores con figuras coloridas y religiosas proyectan la claridad del sol. Debajo estaba un altar elevado, donde el religioso daba la misa. Al costado de este, un escalón más abajo estaba el coro, del que Anabella era parte. Con su jumper gris opaco, tan roída que una refregada más podía hacerle agujeros. Delante de ella, una jaula de hierro que la separaba del contacto con cualquier parroquiano.
Se iba a celebrar la boda de los Aguirre- Achaval, miembros importantes de la sociedad por ser descendientes de los fundadores. El hombre despreocupado, como todos los hombres que no miden las consecuencias de sus actos, se acercó al coro.
-Espero que canten más fuerte que nunca- dijo el novio
Todos sonrieron.
-¿Vos sos la voz principal?- pregunto a Martina, que se acomodó su rubio cabello por detrás de sus orejas
-No, mi hermana- aclaro Martina
-¡Que linda voz principal!- dijo Santiago Aguirre al visualizar a Anabella- Seguro tu voz es tan linda como vos
-¡Gracias!- dijo inocente Anabella que solo tenía doce años
-¡No puedo creer lo que está pasando!- dijo la novia, Felicitas Achaval, que ya era una veinteañera, después de escuchar la breve conversación de su novio- ¡Por favor, miren a esa negrita! ¡Lleva la jumper por arriba de sus rodillas, es una inmoral!... ¿Nadie te dijo que estas en la casa de Dios? Por lo menos tenele respeto, si no es a nuestro Señor, a las buenas costumbres –
-¡Tiene razón! ¡Que inmoral! Mostrar las piernas en un lugar Santo- apoyo una de las monjas, que sabía cuánto le convenía al convento estar aliado a dos de las familias más ricas.
-¡Vení para acá! ¡Cuánta vergüenza nos haces pasar!- la agarro del antebrazo, con tanta violencia que no parecía otro ser humano, sino cemente seco adherido a su piel.
-No tengo otra, esta era de mi hermana, ella me la paso- se defendió y puso resistencia
-No hables, cada vez son mayores mis ganas de darte un cachetazo y acomodarte esa cabecita de perdida, como la de tu madre- profirió la monja Sor Valeria
Anabella miro a su alrededor, miro a su hermana, su imagen familiar; y fue la primera en bajarle la mirada y desentenderse, por miedo al castigo. Allí estaban los padres de los novios y los testigos todos con miradas de desaprobación. Y ella, la novia, con una mirada de desprecio que la hizo sentirse culpable, culpable de quién era, aunque no sabía quién era en realidad, y de su cuerpo. Por primera vez en su vida sintió miedo a su cuerpo, a su femineidad, a su belleza, quería arrancárselo como una piel que se quita, pero que no la sigan mirando así, así no porque duele. No podía sentirse segura, no con ese cuerpo. No consigo misma. Sintió que quería desaparecer no había sitio para las dos en este basto mundo, quería huir. Explicar que ella no había hecho nada.
La monja la arrastro por las calles, varias cuadras, como se arrastra a un delincuente para exponerlo ante la justicia. Anabella se golpeaba con sus propias piernas, incapaz de seguir el ritmo de Sor Valeria, y la sátira monja parecía disfrutar de sus tropiezos. Había que castigarla, que aprendiera la lección ¿Pero qué lección?
Llegaron a la mansión de la familia de la Canal, era como una casa flotante. La construcción estaba a la altura de la calle de tierra, pero el patio parecía un médano, un tobogán en donde te deslizabas hasta sentirte pequeñito ante ese gran declive. Similar a la construcción de la maternidad Santa Cecilia, el único lugar de adopción de Tierra María. Tan irregular que parecía que protagonizabas la película: ¨La novicia rebelde¨, subiendo y bajando por las montañas.
Tocaron el timbre, atendió Tomasa.
-Tomasa yo no hice nada- se apuró a decir Anabella, algunas veces, Tomasa, había sido buena con ella, y hoy necesitaba su apoyo
-¡Mírala, trae la jumper por arriba de la rodilla! Ninguna señorita bien, nin-gu- na señorita bien, se comporta de esa manera… casi impide la boda de los Aguirre- Achaval por su indecencia-
-¡Qué vergüenza!- Tomasa la había visto varias veces con esa jumper y nunca había notado indecencia en ese comportamiento, pero visto desde la perspectiva de una convincente Sor Valeria, una monja dedicada a las labores de Dios, contemplo algo que jamás había visto. Como la existencia de un color desconocido en los amaneceres, recordó que su marido le dijo: ¡Mirá que lindo dorado! Y ella vio el dorado, como una revelación oculta a sus ojos pero que ahora se manifestaba- Enseguida la llamo a Elisabet- no podían ser interrumpidas las empleadas de sus labores, excepto por enfermedad, por pedido de los patrones o por un problema familiar grave.
Una desconcertada Elisabet salió desde la puerta principal de la casa hasta el patio, porque debía preservar la tranquilidad de la familia y no obstaculizar la entrada. Igual Rosita, su empleadora la siguió incrédula de la situación.
-¡Mira Elisabet! La niña…- por primera vez la consideraban niña, pensó Anabella- casi impide que los novios se confiesen. ¡Porque imagínate la consternación de Felicitas Achaval, al ver a tu hija vestida como un yiro! Mostrando las piernas. Felicitas es una señorita decente, católica. No puede permitir ese atrevimiento en su boda- dijo consternada
-¡Dejamela! Prometo que jamás mientras este a mi cargo va a ir vestida de forma indecente-
-Yo tengo vestidos, de eso trabajo. Le ponemos algún diseño sencillo, yo se lo regalo. Pero no seamos tan duros con la niña- dijo Rosita de la Canal
Anabella se emocionó al recibir algo de amor ante tanto desprecio.
Entraron a la casa luego de despedirse de Sor Valeria, y Rosita trajo varios diseños al living. Como estaban solas, Elisabet la desnudo con rabia y tomo un vestido celeste.
-Levanta las manos- ordeno
Anabella le hizo caso, aunque ya sabía vestirse sola no objeto. Y le coloco el vestido con tanta violencia que daño la piel de sus hombros y sus axilas.
-¡Qué sea la última vez que me llaman porque queres perjudicar o perjudicaste a unas de las familia más ricas e influyentes de Tierra María! ¡La próxima vez, no vas a queres que haya una próxima vez!... Te meto a un convento y que otras personas se hagan cargo de vos-
Anabella comprendió que el miedo no tiene roles, que no hay madres amorosas que soporten el escarnio público, que primero está la sobrevivencia y después todo lo demás. Que es una mentira que alguien esté dispuesto a morir por vos, aunque seas su hijo, que eso solo son disfraces que la sociedad pone para santificar un amor incondicional que está lleno de condiciones.
Anabella llegó temprano a su trabajo. Ella trabajaba de traer provisiones de la capital de Buenos Aires, que por algún descuido, o por falta de decisión de alguna clienta la modista necesitaba a último momento.
-¡Buenos días mí princesa!- la saludaba una débil y lenta anciana, Rosita de la Canal, que tardaba unos minutos en inclinarse y darle un beso- ¡Otra vez viniste a salvarme las papas del fuego! ¿Qué haría yo sin vos? ¿Decime? ¿Qué haría yo sin vos?- y sonreía
-no exagere- se acercaba Anabella y la rozaba suavemente con su hombro, al hombro de la anciana, siempre buscaban el contacto físico como una forma clara e inequívoca de que su unión era cercana.
-Esta la señora Felicitas Aguirre Achaval en el salón, vino con su sobrina y su hija. Dicen que quieren un vestido, pero creo que te están buscando a vos, hace horas que están dando vueltas- dijo cerrando sus manos como un ruego- ¡Cuídate de esa gente que solo quiere hacerte daño!-
-Yo no les voy a hacer caso, abu- decía abu, porque la consideraba tan cercana como lo sería una abuela.
Anabella llevaba un vestido largo hasta los tobillos, nunca se había sentido cómoda de llevar vestidos cortos a plena luz del día.
-¡Buenos días!- saludo Felicitas Aguirre Achaval. Y como un agujero negro proyecto toda la atención hacia ella. Lo extraño era que nunca la había saludado en más de catorce años.
-¡Buenos días Señora!- dijo escueta Anabella
-Me entere, y solo vos podrás decirme si es verdad o no, que le hiciste una visita al viudo Alexander Fernández Salazar- parecía un cisne blanco, con su cuello estirado y su aire de majestuosidad – Es un hombre deseable en esta sociedad, hay muchas mujeres refinadas y de alcurnia que quisieran tener su favor. Un consejo no te metas con las familias más influyentes de esta sociedad -
-Entiendo-
-No, no entendes ¡Pobre Rosita! Ella que te quiere y que te cuida, y te da un trabajo ¿Imagínate que toda la gente de Tierra María, por condescendencia a Ada deje de venir? Está muy viejita necesita tranquilidad en sus últimos años de vida y vos la perjudicas –
-¡Aaahh!- inspiro profundo y se llevó la mano derecha hacia el corazón. Su vida entera, su pasión, la profesión a la que había dedicado tanto esfuerzo y tanto amor pendía de un hilo, de habladurías.
-¡Mi viejita linda, tranquila! Yo me voy, hay muchísimos trabajos que yo puedo hacer, no te preocupes- y seco la lágrima que caía de la mejilla de Rosa, y aprovecho para acariciar la humedad que dejo esa lágrima al caer, con su dedo pulgar. Mientras sostenía su mentón con ambas manos- Todo está bien, no te preocupes, y le dio un beso. Con su mano temblorosa Rosa acaricio el brazo de Anabella en señal de agradecimiento.
Con la misma satisfacción de un trabajo cumplido, Felicitas sonrió. Mirándola con desprecio.
Anabella nunca entendió ese desprecio. Anabella veía hombres adultos que decidían, no niños torpes e inmaduros que se debían cuidar. Pero la sociedad en Tierra María era muy matriarcal y sobreprotectora, los cuidaba tanto que los volvía incapaces de hacerse responsable de sus actos o sus decisiones. Y eso parecía ser lo apropiado.
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Sobre la autora:
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Noelia López. Nací el 27 de noviembre del año 1984 en la ciudad de Necochea. Fui la menor de cuatro hermanos lo que me dio mayor independencia. Estudie en la escuela E.E.M.n° 7 y participe de varios actos escribiendo mis textos poéticos junto a mí profesora Silvia Graminia. Después ya a mis treinta años participe en un taller dictado por el profesor Juan Montero La Casa, en la biblioteca de Quequén por tres años. A mis treinta y cuatro años participe de otro taller de escritura dictado por el profesor Arturo Serrano en la escuela de arte. Quien me impulso a escribir mí primer libro: " entre tu y yo"/ una psicóloga, su paciente y su niña interior. Y actualmente estoy haciendo otra novela: " No insistas"/ secretos de mujer. Aunque todavía no he publicado mis libros espero que pronto vean la luz y los pueda compartir
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