Impotencia. Tal vez esa sea la palabra que se nos viene a la mente a todos cuando recibimos, en nuestros celulares o dispositivos tecnológicos, la triste noticia de que un joven de 15 años perdió la vida.
Horror. Termina siendo la transformación de la primera palabra cuando, al leer la noticia, nos enteramos que la muerte del joven fue a manos de otro menor de edad, de tan solo 17 años, con quien se estaba peleando en la zona de la avenida 2, frente al Casino de nuestra ciudad.
Este episodio no es sólo una tragedia individual -la pérdida de la vida de un joven- sino un símbolo alarmante de la violencia juvenil que atraviesa el tiempo, y la urgencia de repensar cómo nuestra sociedad gestiona el conflicto, la responsabilidad colectiva y la cultura de la confrontación.
La escena, descrita con crudeza en el parte policial, nos remite a un playón de estacionamiento, en una zona de playa, en la madrugada. Allí, un joven de 15 años fue mortalmente apuñalado. El agresor, de 17, fue detenido y está a disposición de la justicia.
Lo que ocurrió en la madrugada de ayer no se reduce a una simple “pelea”. Es el reflejo de una cultura donde el conflicto se dispara antes de que alguien lo intente contener. Donde la violencia deja de ser extraordinaria para convertirse en habitual.
Uno de los elementos más inquietantes del suceso es el componente de exhibición que se ha vuelto parte inseparable de estos hechos. Cada vez más, la pelea no se extingue silenciosamente: se graba, se filma, se comparte, se presume. La compulsa no es solo corporal, sino digital. La necesidad de “mostrar” se suma a la agresión. Es más importante que el resto de la sociedad “vea lo que pasa”, que lo que realmente “pasa” allí.
En este caso, aunque los detalles exactos de la filmación no se han difundido, la violencia juvenil tiene un rasgo común: la búsqueda de la visibilidad. Y esa visibilidad muchas veces se impone sobre el sentido de autocontrol, la empatía, la moderación.
Parte de la juventud, expuesta a redes sociales, estímulos instantáneos y dinámicas de “viralidad”, se encuentra, evidentemente, en un universo donde la detención del conflicto -o su disipación pacífica- no genera “likes”. En cambio, la escalada, la agresión, la puesta en escena se asocian más a reconocimiento efímero.
Ese es un factor que, pareciera, no se aborda con la magnitud que merece. Porque la violencia que se ve en la calle tiene también un ecosistema digital que la alimenta.
Otro aspecto doloroso del episodio es la conducta de quienes estaban en los alrededores. En los videos filmados por los otros jóvenes, se ven claramente que varios automovilistas circulaban por el playón presenciando el altercado, o al menos, formaron parte del escenario y no se detuvieron. No intervinieron. No llamaron. No pusieron freno. Esa actitud silenciosa revela algo más que indiferencia: expone una pérdida de empatía social.
La violencia pública no ocurrió, al menos ayer, sin testigos. Ocurre muchas veces ante la mirada de una comunidad que decide mirar para otro lado. Esa mirada ausente, sin dudas, es parte del problema. Porque todo conflicto lleva una tensión entre lo privado y lo público: ahí donde se elige no intervenir, se permite que ese momento se convierta en tragedia.
En una ciudad como Necochea, donde el tejido social es mediano, donde todos nos conocemos con todos, como solemos decir, y donde las fronteras entre lo público y lo privado no son tan lejanas, que nadie haya actuado es una alerta que trasciende lo policial. Es una llamada ética.
Otra pregunta queda en el aire: ¿Qué motiva que tantos adolescentes terminen en un enfrentamiento armado, en un escenario de muerte tan precoz? Las respuestas parecen ser múltiples y complejas: el acceso a armas blancas, la ausencia de espacios de contención social, la cultura del descarte y la falta de referentes que propicien otro tipo de resolución de conflictos.
En nuestra ciudad esta realidad no es nueva, aunque por supuesto cada caso tenga su singularidad. Lo que sí es inadmisible es normalizar que un muchacho de 15 años pierda la vida porque un conflicto, aun pequeño, no supo ser contenido.
La responsabilidad no es solo del Estado policial o judicial. Es de todos: instituciones educativas, clubes, familias, vecinos, automovilistas… La comunidad completa tenemos responsabilidad en crear un ambiente que condene la violencia como mecanismo de resolución.
La investigación por parte de la UFI Nº 5 ya está en marcha. La imputación de “homicidio calificado por arma blanca” abre la puerta a una condena prácticamente imposible de evitar. Pero la justicia penal es sólo una parte del camino. Una condena -por grave que sea- no va a revertir la fragmentación social que propició el hecho.
El doloroso desenlace en Necochea es un testimonio de que la violencia juvenil, cuando no se modera, puede estallar en tragedia. Pero también es una oportunidad, para que la ciudad decida que no se repita. Para que la juventud encuentre alternativas, contención, y para que la comunidad se reconecte con su obligación básica de cuidado mutuo.
El menor fallecido frente al Casino de Necochea no debe ser un número más en la triste estadística policial local. Es un llamado de atención sobre la violencia que atraviesa territorios, edades, escapatorias hostiles. Este caso exige que cada uno -automovilista que pasó, vecino que escuchó, institución que lo vio venir- reflexionemos sobre nuestra parte. Porque la violencia no cae del cielo: se construye. Y también se puede prevenir, con decisiones conscientes, presencia comunitaria y empatía.
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