El recuerdo de mi primer día de escuela fue, y será siempre, inolvidable para mí.
Como vivíamos en la selva, mi mamá había empezado a educarme en casa; pero, cuando cumplí siete años, mis padres supongo que pensaron que debería empezar a socializar con chicos de mi edad y me inscribieron en la escuela más cercana.
Mamá me vistió muy linda y perfumada, con zapatitos muy lustrados. y me hizo un peinado superprolijo, con el pelo recogido con una colita bien tirante.
Papá me llevó en su camioneta y, para aliviar mi nerviosismo por lo desconocido, al llegar a unos badenes aceleró, de forma tal que yo reboté hasta el techo de la camioneta y volví a rebotar en el asiento; como yo me reí mucho, lo volvió a repetir en varios obstáculos del camino de tierra y llegué a la escuela sin la colita del pelo y absolutamente despeinada y feliz. Los dos descostillados de risa.
Acordamos con papá que éste sería nuestro secreto, porque si mamá se enteraba cómo llegué a la escuela, se iba a enojar mucho y muy probablemente nos pusiera en penitencia a los dos.
Al llegar a destino, papá bajó conmigo, me presentó al maestro y luego se fue.
Algunos chicos se acercaron a saludarme y otros me miraban de lejos, sin animarse a acercarse.
La escuela, en medio del campo, era de adobe y techo de paja. Había solamente un aula con algunos pupitres y una mesa que servía de escritorio al maestro; no tenía ventanas: solamente las aberturas para ellas.
Éramos unos diez o doce alumnos, de ambos sexos y de distintas edades, entre siete y dieciséis años; yo era la más chica .Todos cursábamos el primer grado y todos mis compañeros eran indios guaraníes o descendientes de ellos.
Para mí todo era muy normal, ya que nunca había conocido otra escuela, pero noté que mis compañeros me miraban con cierto asombro porque estaba vestida con ropas distintas, mi piel era más clara y hablaba de manera bastante diferente.
Cuando llegó el recreo, las hijas de la encargada de la escuela, que eran las alumnas más grandes, me invitaron a tomar mate cocido y chipá en la cocina, puesto que ellas y su mamá vivían allí, a lo que yo accedí encantada.
La cocina no tenía ventanas; solamente una pequeña abertura a nivel del suelo, para que saliera el humo por allí, y encendieron el fuego con unos leños sobre el piso de tierra de la pequeña cocina, así que quedé absolutamente impregnada de olor a humo.
Yo estaba acostumbrada a que todas las mañanas, luego del desayuno, mi intestino me diera claras señales de querer moverse; así fue que, luego del mate cocido, mi intestino me dio esas claras señales de necesitar un baño y, como aún estábamos en el recreo, me acerqué a un compañero y le pregunté: ¿dónde queda el baño? Ramón, que así se llamaba el nene, señaló con el dedo hacia el campo y mi dijo con voz gutural: allaaaaaá… Recuerdo que miré a lo lejos, y como no veía nada, pensé: desde acá no lo veo, debe estar más lejos. Entonces caminé unos pasos más por el pastizal y le volví a preguntar a una compañera: ¿sabés dónde está el baño? La nena miró hacia el pastizal y señalando el campo me contestó: allaaaaaaá… yo no alcanzaba a verlo y sentía cada vez más urgencia, así que decidí preguntarle a una compañera un poco más grande, Graciela: decime dónde está el baño. Ella hizo un gesto parecido y me contestó: allaaaaaaaá.
No me animé a ir más lejos porque pensé que podía haber víboras.
El recreo terminó y me daba vergüenza preguntarle al maestro; por lo tanto no me quedó más remedio que aguantar.
Cuando llegó el mediodía y mi papá me vino a buscar me encontró gris, sudorosa y muy descompuesta.
Cuando le conté lo ocurrido, se sonrió. Al día siguiente fue y construyó un baño.
Así transcurrió mi primer día en la escuela: inolvidable y desopilante.
Al año siguiente continué mi educación pupila en un colegio de monjas en la ciudad, donde todo era más normal, más aburrido y más triste.
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Sobre la autora
Soy Mercedes Clara Farías, nací en Saldungaray (Provincia de Buenos Aires), pero estoy radicada en Necochea hace más de 30 años.
Hace menos de un año me inscribí en el taller literario ComoCuento, que coordina Juan Manuel Montero Lacasa, y comencé a escribir cuentos y relatos. El taller simplemente es un lugar donde aprendemos a disfrutar del buen uso de la palabra y de nuestro vasto idioma, mientras nos vamos conociendo y enriqueciendo con el trabajo de los demás, en un clima de alegría y camaradería.
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