Se detuvo. Retuvo la respiración y afinó el oído.
Sí, ya no había ninguna duda. Fue durante un instante, diez segundos a lo sumo. Pero los oyó. Nítidos. Inconfundibles.
Aquello que escucha base parecía a sus propios pasos. Era el eco de sus propios pasos.
El barrio es muy tranquilo. En Adrogué, a esta hora —son apenas pasadas las dos de la mañanas— solo algunos ladridos lejanos ofenden al silencio.
«¿Por qué los ladridos a la noche siempre parecen amenazantes?» se
pregunta el hombre, como queriendo distraerse. «Claro, es pleno invierno, y los grillos y sabandijas duermen hasta la próxima primavera» piensa también, para sustraerse del momento. «Se nos hizo tarde al final. Y para colmo me fui al mazo con doble par pensando que Fernando tenía una pierna por lo menos. En fin. Ya lo voy a agarrar el viernes que viene».
La distracción no dura demasiado.
Sí, es un eco. Es la exacta reproducción de sus propios pasos, fuertes, resueltos, o suaves, dubitativos, según sea su andar. Sigue caminando — no mira hacia atrás—, marchando más rápido ahora. Las rayadas baldosas dela vereda están húmedas y resbalosas. De golpe se frena. Gira y observa. Escucha. El eco delos pasos se origina claramente en la vereda de enfrente, unos treinta metros hacia atrás. Afina su mirada ajustándose los lentes. Sólo los troncos y ramas de plátanos viejos y mal podados, y la sombra de alguna enredadera seca adherida a la alambrada de un baldío, se perfilan difusamente a través de la bruma pegajosa que envuelve al Gran Buenos Aires. Es la noche de uno de los cinco viernes —ya es sábado— de fines de julio del 1972. Para colmo hay luna nueva.
No ve nada más, pero siente una presencia, que, raro en él —es un tipo calmo, para nada aprensivo— lo pone nervioso. Aparece una suerte de mareo y un golpe de calor en la cara. Allí está alguien, hay algo. Su corazón comienza a latir más rápido. El Beto, así le dicen a Humberto Paredes, trastabilla y apoya su humanidad contra la puerta de una vieja casa, la de los Lillo, la de Miguel, su amigo. Concentrado dirige su mirada hacia el baldío de enfrente. Todo es silencio espeso en este momento. La visión se pierde devorada por el vapor pegajoso de la neblina. No abarca más allá de unos pocos metros. Solo alcanza a divisar los brillantes, húmedos adoquines de la calle, que reflejan una mortecina luz amarillenta; es la que producen las bombitas que se adivinan como puntitos brillantes en cada esquina, y que la noche se traga ahí nomás, antes del cordón de la vereda.
Cree ver la silueta de una persona, pero decide que es su
imaginación, y continúa escrutando el silencio. Su corazón palpita cada vez más fuerte. El vapor de su respiración acelerada brota cada vez más rápido.
De pronto toma conciencia de que está sudando profusamente. Levanta su brazo izquierdo y se pasa la mano por la frente, frotándosela. Puede oír el sonido de su digestión mientras su abdomen se afloja por el miedo. Cuando cree ver nuevamente una forma a través de la bruma contiene nuevamente su respiración. La silueta está detenida. Está detenida y lo mira. ¿Qué cosa puede estar haciendo un hombre parado ahí así? —se pregunta. Si fuese un chorro ya me hubiera atacado cuando pasaba frente al baldío—trata de convencerse en voz baja.
Gira algo su cabeza y comienza a caminar, mirando de reojo. Pero solo da unos pasos y se detiene. Lo mismo hace el de enfrente. O lo de enfrente. Entonces el Beto, aferrándose a una pequeña tregua que le otorga el pánico que lo inunda, se da vuelta, baja de la vereda y comienza a cruzar la calle a paso lento, aunque firme, preso ahora de una extraña valentía. Esta vez Lo Otro no se mueve. Solo enciende el cigarrillo que tenía entre los labios.
Sí… es un tipo —comprueba entonces Paredes.
Se detiene un par de metros frente a la figura. El ¿Hombre?... ¿Mujer? —no puede distinguir— tiene una altura indefinida. Viste un pesado montgomery con capucha y unos pantalones oscuros.
No se mueve.
Cuando se aproxima un poco más con la intención de verle la cara, lo que descubre lo fosiliza en el lugar. Lo Otro no tiene rostro. Es decir, sí, tiene. Tiene muchos. Sus facciones se van transformando, su apariencia va cambiando. El hombre tiene centenares, miles de semblantes que se suceden unos a otros sin solución de continuidad.
Su rostro es como un extraño caleidoscopio que gira a gran velocidad. Es la de un anciano, luego, una niña hindú, un negro gordo de mediana edad, un bebe. Después un oriental, una mujer joven, otra, un adolescente, dos bebes más, una vieja, un pelirrojo, dos japoneses seguidos, un mulato barbudo, seis negros. Así, esa seguidilla de rostros tridimensionales es tal que no para de aparecer una que ya la empuja la siguiente. Es un carrusel infinito de cabezas diferentes.
Una puntada en el pecho fue lo que siente cuando el tiovivo se detiene y queda fijo en una.
La suya.
El rostro de Beto se manifiesta claramente dentro del hueco oscuro de la capucha que le cubre la cabeza a eso que tiene parado enfrente. Es entonces cuando Lo Otro, sereno, pausado, con una voz profunda y clara —parece fatigado— le habla.
—¿Entiende, Humberto?
Suena como una pregunta, pero es una afirmación al mismo tiempo.
Beto siente que sedesmaya.
—Es simple… Es muy simple Humberto.
El Beto, algo repuesto, lo interrumpe.
—No sé… Su cara… Ahora es como si fuera yo… —balbucea.
—No Humberto. Yo no soy usted. Soy solo el reflejo de muchísimas personas al mismo tiempo, como puede apreciar.
—Yo…
—Sí. Así es. Y mi tiempo no es el suyo. No es el de nadie. Mi tiempo es otra cosa. Es otro concepto. Es un tiempo múltiple. En este mismo instante mi tiempo se repite. En este exacto momento en que estoy con usted, está sucediendo lo mismo —aunque en el fondo podríamos decir que es siempre diferente— en decenas de miles de sitios en la Tierra. Es por ello esa sucesión interminable de imágenes que usted, Humberto, pudo observar antes de que me detuviese en la suya. Y le cuento todo esto porque Ud. me cae simpático.
El Beto vuelve a sentir una puntada. Ahora atroz. Una puntada que no cede. Un fortísimo dolor que prospera en el centro de su pecho, y que comienza a difundirse al cuello y los brazos. Quiere hablar, expresar, preguntar algo. Pero Lo Otro, nuevamente con una suerte de mezcla de interrogación y afirmación, le dice
—¿Va dándose usted cuenta, Señor Paredes?
` La voz es serena, más clara, más precisa.
—He venido a buscarlo señor Paredes. Mi misión es la de buscar. Busco en todo momento y por todo el mundo. Siempre estoy buscando.
Ahora sí, Paredes entiende.
Por un instante, lo que comprendelo distrae del descomunal dolor que lo ha invadido por completo. Y mira a Lo Otro por última vez.
Cuando a la mañana, bien temprano,la señora Teresa salió a barrer la vereda, se volvió hacia su casa corriendo y gritando.
—¡Viejo!... ¡Viejo!... ¡Vení rápido! ¡Vení te digo!... ¡Afuera hay alguien tirado! ¡Parece muerto!... ¡Creo que es Paredes, el que vive en la otra cuadra!
Tenía setenta y tres años, aunque aparentaba mucho menos, Paredes.
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Sobre el autor:
Andrés Pelecq Palas, nacido en CABA pero residente de Necochea durante buena parte de su vida, fue autor de "Ninakupenda... Congo!", un libro que relata sus experiencias laborales en África. Sus cuentos, marcados por la exploración de temas como la muerte, la fragilidad de la vida y el destino, han ganado concursos en la provincia y recibido menciones en certámenes nacionales. Desde 2018, integró el grupo Fabuladores, coordinado por Marcelo de la Hera, y sus relatos destacan en la Antología Fabuladores I. Andrés falleció en 2020, víctima del Covid. Lo Otro y otros relatos, un libro que reúne doce de sus mejores cuentos, aguarda para ser publicado.
Sus compañeros de Fabuladores lo recuerdan con cariño. Se agradece a los hijos y familiares que hicieron posible esta publicación.
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