John me hizo la seña del mate y venga. En esa mano, lo liquidó. Yo no tenía idea de que esa noche jugaba su última partida.
El gringo nos llevaba treinta años, era un tipo de pocas palabras, pero mucho carisma; un temerario jugador de truco. Nos habíamos topado con él en el 82 en uno de los antros donde solíamos tocar. Debería andar por los cincuenta y digamos que no manejaba el español a la perfección. Le molestaba que le preguntaran sobre su vida. Decía que había llegado a la Argentina después de vender una agencia de autos que había administrado durante años. En alguna de nuestras trasnochadas se le escapó que, cuando era un boy, había sido vocalista en una banda de rock and roll. Esto a mí no me sorprendió, una noche lo había pescado en la soledad de su terraza entonando un desgarrador blues.
Nadie aceptó la revancha y John se preparó otra whiscola.
—¿Tenés pensado volver a Norteamérica? —se atrevió a preguntarle Gustavo, el más caradura de los tres—, ¿dejaste familia allá?
El gringo endureció el ceño. Yo pensé que lo iba a mandar al carajo. Su gran pecho se llenó de aire y dijo:
—Todos están better without me.
Se produjo un silencio afilado, que duró largos segundos.
A John jamás se le había soltado la lengua, pero esa noche, quizás por el whisky, quizás por la necesidad, arrancó con el relato de la otra parte de su vida.
Al parecer el hombre había servido varios años en el ejército de los Estados Unidos y, esta parte no quedaba muy clara, de alguna manera había quedado vinculado a la seguridad de su país. Afirmaba que había colaborado con las fuerzas de inteligencia para así atrapar a los principales capos de una fraternity que había cometido varias estafas millonarias.
Nos pidió otro whiscola. A partir de allí, Gustavo, David y yo tuvimos que esforzarnos para entenderlo.
Según dijo, había logrado infiltrarse en aquella banda mafiosa y su participación resultó crucial para la operación. En el medio, alguien lo delató y estos muchachos se la habrían jurado. Para agosto del 77 se encontraba en Memphis. Con la vendetta declarada, escapó en un vuelo directo a Buenos Aires.
Amanecía cuando nos fuimos de la mansión de Parque Leloir.
Regresamos, como todos los martes, a repetir la ceremonia en el caserón de John Burrows. En una de sus habitaciones nos había dejado improvisar nuestro estudio. Desde su sillón, el yanqui intentaría tararear nuestras canciones con el puro entre los dientes. Luego, como rey que se eleva del trono, abandonaría el ensayo para preparar sus insuperables barbacoas (de asado de tira). La velada se remataría con truco hasta la madrugada.
María no nos dejó pasar de la puerta:
—Míster Barrows viajó a Europa la semana pasada y se despide de ustedes deseándoles mucho éxito con la banda.
¿A Europa?, ¿a qué parte?, ¿cuándo vuelve? La encargada no supo contestar a nuestras preguntas. Ya enfilábamos hacia la camioneta, cuando me llamó:
—Esperá, Andrés, no te vayas.
Volvió a entrar y salió cargando un lujoso estuche.
—El señor dejó esto para vos.
—¿Estás segura? No me parece que…
—Dijo que ibas a cuidarla bien.
Los muchachos ya habían puesto el motor en marcha, subí y abrimos la funda que ocultaba la Gibson SJ 200.
Jamás olvidaré la sensación de acariciar por primera vez esa belleza, ni el instante en que descubrimos la firma que resplandecía debajo del puente:
Elvis Presley
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Sobre la autora:
Alejandra Fernández es escritora e integrante de Fabuladores, un espacio de escritura con orientación a la narrativa. Ha incursionado en diferentes géneros, como el terror y la ficción histórica.
Participó en varios encuentros y talleres literarios locales. Uno de sus relatos cortos fue presentado en la Feria del Libro y las Artes 2024 de Necochea.
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