La gorda ronda los 190. Camina ayudándose de un trípode igualito al que usa su abuela en el geriátrico. Cada tres días, su mejor amiga se le aparece en la casa para ayudarla a bañarse, a secar los pliegues donde podrían crecerle hongos, a vestirla, a peinarla, a ventilarle la casa que apesta a mujer derrumbada.
Hoy, a las seis de la tarde, le toca. La gorda no trabaja, ha pedido un subsidio por discapacidad que sigue dando vueltas por algún ministerio. La ayuda su mamá, le tira unos mangos cada quince días cuando le pagan en el taller clandestino de costura. Su papá no quiere ningún contacto con ella, le da vergüenza mirarla. La gorda devora ocho veces al día, duerme entrecortado, se sabe de memoria los nombres de todos los personajes de todas las novelas centroamericanas de canal nueve. La gorda maneja su terapia por videollamada, desde que Amílcar la abandonó no ha salido a la calle.
Han pasado tres años desde la ruptura, la gorda no puede dejar de pensar que tuvo la culpa. En la última consulta, su terapeuta le habló de mochilas, de pesos ajenos. La hizo poner de pie, extender su brazo izquierdo, apilar sobre la palma de su mano tres libros y continuar el resto de la sesión así, en esa posición. Con el correr del tiempo el peso de los libros comenzó a hacerse notar. Fue allí que la terapeuta le explicó que la culpa no la tiene el problema sino el tiempo que cargamos con ellos. Culminó la sesión con una frase que a la gorda le estalló en la cabeza. Tanto, que soñó con esas palabras.
Las lágrimas de Noelia bañan el portarretratos del viaje a Tandil. No puede evitar mirarlo y recordar aquellas tardes de caminatas, tirolesa, Piedra Movediza. Juntos, abrazados, sin alejarse siquiera cinco centímetros. En cámara lenta, Noelia deposita dentro de una caja el portarretratos. 160. Camina despacio, con su trípode por delante, como puede, llega al dormitorio. Junta calzoncillos, medias y zapatos de Amílcar. Cuando circula cerca del espejo, observa que la remera no se ajusta a su cuerpo. Se mira las mangas, nota que no le aprietan tanto. Hasta puede chantarse dos dedos y moverlos de arriba abajo, poquito. Lleva hasta la caja aquellas porquerías del ex y las arroja con furia. Siente que sus manos tienen más fuerza. Las contempla por unos instantes, no puede evadir el llanto, pero continúa. Marcha, ahora más rápido, hacia el baño. No le lleva tanto tiempo acercarse al botiquín y remover el cepillo de dientes, las máquinas de afeitar con sus hojas ya oxidadas, un perfume de Avon, el cortaúñas y una caja de curitas de Los Vengadores. Todo lo arroja al lavamanos de un solo manotazo. Cuando cierra la puerta del botiquín, se inspecciona frente al espejo y nota que su papada no parece tan regordeta, ahora se mueve de un lado a otro como bandera flameando al viento. 115. Abandona a un lado el trípode. Adelanta un pie, cuenta cinco segundos y adelanta el otro.
Se toma de las paredes por miedo a caerse y no levantarse más. Enfila hacia al escritorio, donde Amílcar abandonó varios libros en una estantería cerca de la ventana. Noelia camina respirando hondo y pausado, tiene que tomarse del elástico de su pantalón porque se le cae con cada paso que da. Se asombra. Su pantalón favorito, ese que no se ha sacado en dos años porque es el único que le entra. 98. Lee en los lomos autores como Fromm, Marx, Chomsky, Popper; ninguno fuera de su nailon original. Ríe con la nariz. Noelia abre la ventana y los revolea. Toma del cajón del escritorio una engrampadora, se engrampa tres o cuatro ganchitos en el pantalón y continúa con la tarea. 87. Se anima a dar pasos más rápidos, sus pies le parecen más chiquitos. Ahora las chancletas le estorban, porque le bailan. Las revolea por ahí y enfila para los discos. Agarra con furia la colección completa de Silvio Rodríguez y la estrola contra la pared. Amílcar ama a Silvio Rodríguez. Noelia trota hacia la cocina, se mira las piernas embobada.
Trae palita y escoba. Recoge con entusiasmo desmedido cada pedacito desparramado por ahí. 61. La tarea continúa. Descuelga los cuadros que eligieron juntos el día que decidieron convivir: Momento de transición, Dánae, La bella holandesa. Los revienta contra la alfombra y los zapatea hasta cuartearlos. Da un salto acrobático para que al caer terminen de deshacerse, pero tarda en caer. La altura que ha tomado en ese salto le parece inverosímil. El contacto con los lienzos rotos se hace esperar. 33. Cuando por fin acaricia otra vez el piso, piensa en la comida. De un solo tranco llega hasta la heladera. Noelia ríe desbocada. Sus carcajadas se escuchan por todo el barrio. Agarra una bolsa de residuos y deshabita la heladera a manotazo limpio, sin pensar qué se queda y qué se va. 12. Noelia desembarca en la calle por primera vez en tres años. Arrastra la caja con todas las porquerías de Amílcar, los pedacitos de cuadros y la bolsa. Abandona todo sobre el basurín. Son las seis de la tarde, su amiga está doblando la esquina, observa que Noelia se va volando.
Sobre el autor:
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Daniel A. Rodríguez Cosentino. Escritor y Licenciado en psicología. Integrante de Fabuladores: un espacio de escritura con orientación narrativa. Su vocación por la escritura viene desde su adolescencia. Participó del Mundial de escritura en el año 2020. Formó parte de la primera novela colectiva llamada «¿Quién mató a Víctor?», de la editorial Deshoras, publicada en el año 2024. Su primer libro es un poemario llamado «Un nombre in letras» que puede adquirirse por Amazon. Algunos de sus relatos cortos han sido publicados en las Antologías I y II de Fabuladores.
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