El timbre sonó. Fin del recreo. Un grupo de adolescentes caminaban hacia el aula, parecía una audición para «El amanecer de los muertos». Llevaban sus manos pegadas a los celulares como si fueran apéndices evolutivos. Mientras tanto, el profesor Gutiérrez, con la cara de alguien que ha sobrevivido a las películas de Crepúsculo y aún no ha superado el trauma, se colocó frente a ellos. Sus gafas redondas, tan Lennon que casi te daban ganas de cantarle «Imagine», le concedían una intelectualidad innecesaria para hablarle a un grupo de chicos que probablemente creían que Freud era un DJ noruego. Pero ahí estaba él, preparado para embarcarse en lo que solo se podía describir como un monólogo filosófico sobre represión. Porque si hay algo que la gente disfruta un lunes a las ocho de la mañana, es discutir por qué reprimimos todos nuestros impulsos de asesinar a la gente que nos rodea.
—Bueno, chicos, —empezó con el entusiasmo de un hombre que ha tenido demasiados cuernos en su vida—. Hoy vamos a hablar de la represión: la enfermedad de fingir. Sí, ese concepto brillante que Freud nos regaló, aunque nunca dijo cómo deshacernos de ella sin volvernos locos.
Benicio, que se había ubicado estratégicamente al fondo —donde cualquier intento de participación era casi nulo—, se dispuso a prestar atención. Porque si había algo que entendía, era la represión. Su vida entera era un homenaje a ese concepto. Su barrio, su familia, incluso sus amigos, todos vivían en una tragedia shakespeariana donde nadie decía lo que realmente pensaba, y mucho menos lo que sentía.
—Imaginen esto —continuó Gutiérrez, moviendo las manos como si estuviera a punto de repartir sabiduría ancestral—. Están en clase, tranquilos, cuando ese compañero insoportable empieza a molestar. Ustedes quieren cagarlo a trompadas, ¿no? Pero no lo hacen. ¿Por qué? ¡Porque reprimen ese impulso! Claro, también porque no quieren ser expulsados, pero principalmente: ¡Represión! ¡Represión! ¡Represión!
Los alumnos rieron, pero de esa manera incómoda que hacen cuando no entienden bien si es un chiste o si deberían preocuparse por el estado mental del profesor. Benicio no se rio. Porque, si alguien sabía de represión, era él. Como cada vez que se mira en el espejo con uno de los vestidos de su hermana y, por un segundo, piensa que puede ser otra persona. El vestido lo hace verse real, más real que cualquier otra cosa que ha usado. Más real que los jeans desgastados y las remeras de bandas que ni siquiera le gustan. Luego, el reflejo se encarga de recordarle que la sociedad no es tan suave como la tela del vestido. Al menos no en su barrio. Allí, usar una ropa equivocada no solo es una declaración de estilo cuestionable, sino una sentencia de muerte social.
—La represión —dijo Gutiérrez, ahora disfrutando de su propio sermón—, es ese pequeño ogro que vive dentro de ustedes, esperando saltar. Pero, ¿qué hacen? Lo encierran, le ponen un candado, y tiran las llaves. Porque, si no lo hicieran, terminarían en un manicomio o, peor aún, en Gran Hermano.
Benicio seguía ahí, en su propio mundo. El espejo miserable de su habitación era peor que cualquier monstruo freudiano. Porque cada vez que lo miraba, veía a alguien atrapado en una vida que no había elegido. No es que quisiera hacer un gran anuncio ni nada, pero se imaginaba varias escenas en su cabeza. A veces veía a su viejo enojado, lanzándole esa mirada que decía «¿En qué momento te volviste una decepción?». Otras veces, lo imaginaba en silencio, sin decir una palabra, y ese silencio era peor que cualquier insulto. En su cabeza, su hermana a veces lo abrazaba, cálida y comprensiva, pero ¿y si no? ¿Y si todo lo que había armado en su cabeza no era más que una puta fantasía? ¿Qué pasaba si lo dejaban solo, a la deriva?
—Y ahora, chicos, miren esta foto —dijo Gutiérrez, sacando una imagen en blanco y negro, como si estuviera revelando el Santo Grial—. Es una niña trepando el Muro de Berlín. La fotografía la tomó Cartier-Bresson en 1962. Nos muestra a una piba que, a diferencia de ustedes, probablemente no estuviera pensando en la necesidad de ser aceptada a como dé lugar. No, esta chica estaba buscando algo más: libertad.
Algunos estudiantes miraron la foto con expresiones que sugerían que su idea de libertad era poder copiarse en el próximo examen sin ser descubiertos. Pero Benicio vio otra cosa. Esa niña no era solo una imagen, era un verdadero símbolo. Era él, o al menos lo que sentía que era. Trepando, tratando de escapar de su propio mundo, con la esperanza de que al otro lado no hubiera idiotas gritándole qué podía o no podía hacer con su vida. La imagen lo llenó de coraje, era hora de enfrentarse a su viejo.
Cuando el timbre sonó, los estudiantes salieron disparados, liberados de la tiranía de Freud y Gutiérrez. Benicio, sin embargo, se quedó sentado, masticando una pregunta.
—Profesor, ¿se sabe si la niña logró trepar el muro?
Gutiérrez lo miró, y por un segundo pareció que todo el cinismo se le escurría de la cara.
—No. Un soldado la mató antes de llegar al otro lado. Así es la vida. A veces te disparan justo cuando creés que lo vas a lograr. Que tengas un buen día, pibe.
Benicio salió del salón, pensando que tal vez escalar su propio muro sería un poco más complicado de lo que había imaginado.
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Sobre el autor:
Daniel A. Rodríguez Cosentino. Escritor y Licenciado en psicología. Integrante de Fabuladores: un espacio de escritura con orientación narrativa. Su vocación por la escritura viene desde su adolescencia. Participó del Mundial de escritura en el año 2020. Formó parte de la primera novela colectiva llamada «¿Quién mató a Víctor?», de la editorial Deshoras, publicada en el año 2024. Su primer libro es un poemario llamado «Un nombre sin letras» que puede adquirirse por Amazon. Algunos de sus relatos cortos han sido publicados en las Antologías I y II de Fabuladores.
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